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José María Cruz Barco.
EL JEFE

EL JEFE

José María Cruz Barco evoca a Felipe Escobar: «Tuve el privilegio de conocerlo haciendo bobinas con la precisión de un relojero y la destreza del cirujano, dotado de una lucidez cognitiva que completaba con admirable habilidad bimanual, a la vez que conexionaba y rellenaba fórmulas y esquemas»

josé maría cruz barco

Miércoles, 5 de agosto 2020, 21:34

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En mi última estancia en Jaraíz, hace poco más de un año, encontré al subir por la avenida del Salobrar, uno de los carteles que citaba hace días Pedro, el corresponsal de HOY, para anunciar una exposición de pequeñas obras de arte. Una vez en la calle Bailén, adiviné de qué podía tratarse y comencé la visita presentándome y saludando al autor porque, en su afán de anfitrión solícito, no me había conocido.

Cuesta creer que hayan pasado cincuenta años, pero era el verano de 1970 cuando trabajé en el taller de Felipe Escobar. Yo era entonces un aspirante a maestro que digería mi primer suspenso en unas oposiciones y me tomaba un descanso con la intención de buscar trabajo en algún colegio privado de Madrid. Un día vino a buscarme a casa el jefe de mi hermano Goyo porque necesitaba alguien con carnet de conducir para llevar cada día a una cuadrilla de trabajadores a distintas obras en las vegas de regadío, con un Land Rover largo cargado de años, de abolladuras y de trucos. Lo que iban a ser unas semanas me apartó tres años del mundo de la educación, pero a cambio, gané soltura conduciendo, perdí el miedo a la electricidad y hasta tuve la oportunidad de bracear una vaca. Mientras, conocí a mucha gente, a casi todas las familias que ponían tierras en las vegas próximas y a varios compañeros del taller que hoy peinan canas aunque todavía saben pelar cables y se atreverían a hacer retenciones subidos en una cruceta.

Pero este escrito va por el Jefe, que así llamábamos todos al Sr. Felipe. Mis recuerdos no son los del señor mayor que enseña sus miniaturas para el reconocimiento del visitante que vuelve de vacaciones al pueblo o lo encuentra en su recorrido de un viaje organizado. Ésa puede ser una imagen inevitable que me resulta insuficiente y escasa porque casi ninguna de las personas que devuelven una sonrisa complaciente antes de abandonar el taller adivinarán el derroche de ingenio que dejan atrás. Tuve el privilegio de conocerlo haciendo bobinas con la precisión de un relojero y la destreza del cirujano, dotado de una lucidez cognitiva que completaba con admirable habilidad bimanual, a la vez que conexionaba y rellenaba fórmulas y esquemas. Para el maestro que yo quería ser, fue luego un disfrute recordar aquella destreza trabajando con ambas manos, ventaja que debió sacar de una infancia de postguerra larga, ingrata y fría que le adjudicó la vida y cuya negación de la zurdera, a base de correcciones, lo convirtió en un hábil ambidextro. Años después, cuando apareció en televisión la serie de MacGiver, yo lo tuve por torpe y simple imitador de mi jefe.

Acabada la visita y el emotivo encuentro, me hubiera gustado enseñar a quienes me acompañaban las pruebas de mi entusiasmo llevándoles a ver entronques y centros de transformación que diseñó y puso en marcha en las vegas, convencido de que siguen en uso, pero la idea cayó en el hueco de las propuestas inútiles, porque nadie lo entendía y a nadie iba a interesar, así que volvimos a callejear por mi pueblo mientras me dejaba llevar por recuerdos, sorprendido por la voracidad de un tiempo que, de forma imperceptible, nos aleja de lugares y personas, hasta que la evidencia te convence de que esos ensueños se deben aplazar, por si la edad y sus consecuencias nos reserva un último regreso a la patria de la infancia.

Luego retomé por un tiempo el relato de anécdotas sobre las inacabables habilidades de Felipe Escobar, tan por encima de las que habían comprobado, hasta que la sonrisa benévola e innecesaria de los otros me devolvió a la actualidad.

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